LA NUEVA FORMA DE FRANZ WElSSMANN
			José María Moreno Galván
En su introducción a la nueva escultura de Weissmann, João Cabral 
			de Melo ha puesto el dedo en la llaga... como diagnosticador, mas no 
			sé si como terapeuta. Diré más, ha localizado los síntomas de un 
			cambio radical en la metodología del arte, pero ¿por qué no ha dado 
			un paso más allá, por qué no ha identificado en los síntomas a las 
			realidades?
			Hay, todos la conocemos, una literatura convencional de 
			introducciones. Consiste en esquivar la ecuación desnuda en que toda 
			definición debe cifrarse con palabras nebulosas: “belleza”, 
			“abstracto2, “magnífico”... Cabral ha roto insólitamente con 
			la 
			convención, situando desde el principio el problema en su inapelable 
			alternativa. Existe, viene a decimos, un arte de la construcción, en 
			el cual Weissmann se inscribía, que trata de organizar el mundo de 
			la convivencia, la ciudad; y existe un arte de la destrucción, en el 
			cual Weissmann se inscribe ahora, que pretende disolver el habitable 
			mundo construido hasta encontrar el germen bruto de su primer día 
			natural. Quien cree firmemente que el arte es política tiene que 
			estar de acuerdo con Cabral cuando disfraza de vaticinio su 
			exhortación personal y dice que, al final de la destrucción de su 
			propia urdimbre elaborada, Weissmann volverá a edificar como sólo le 
			es posible edificar a los hombres, con la inteligencia geométrica. 
			Pero quien opina que, además de política –ofrenda a la ciudad –, el 
			arte es testimonio, no puede limitarse a desear un retomo a la 
			preceptiva si previamente no ha desentrañado su confidencia.
			Porque ésa es la cuestión: Weissmann ha dejado de hacer un arte 
			proyecto para la vida, para hacer otro que es testimonio de la vida. 
			Uno puede tener sus preferencias, pero no debe dejar de tomar las 
			cosas como son en nombre de lo que cree que deben ser. Weissmann no 
			ha evolucionado; sencillamente, ha cambiado de sistema. Cabral 
			despejó todas las incógnitas para dejar establecido ese cambio en 
			una ecuación a la vez clara y plástica: abandonó el arte de la 
			construcción para adoptar el de la destrucción. Yo prefiero plantear 
			esa alternativa en un enunciado casi equivalente y que se me figura 
			más revelador: abandonó el arte de la dimensión para plantear un 
			arte de la existencia.
			No hace falta, según espero, legalizar el equivalente, ya formulado, 
			entre construcción y dimensión. Pero, ¿cómo aceptar la identidad 
			entre existencia y destrucción?
			Medir es someter una realidad a la prueba de la objetividad. Lo 
			contrario, expresar, es afirmar una realidad existente, no 
			reductible a la medida objetivadora y, más aún, retractaria a la 
			medida. Ahora bien, quien opone resueltamente una existencia a una 
			dimensión se niega a aceptar la mensurabilidad de la realidad y vota 
			por la abolición de la mensura.
			Weissmann ha abandonado el arte de la construcción para adoptar el 
			del testimonio. Ahora ya no quiere proyectar ni objetivar un mundo; 
			quiere expresar una existencia. No le interesan las estructuras ni 
			los mecanismos; le interesa amontonar –al margen de toda morfología, 
			contra toda morfología– las células previas a las estructuras y 
			los 
			átomos anteriores a los mecanismos. Antes de pronunciar un 
			veredicto, tenemos que plantearnos una sencilla pregunta : ¿por qué?
			La respuesta tiene tres dimensiones. La primera alude al lugar: 
			Weissmann es brasileño. La segunda alude al tiempo: Weissmann ha 
			replanteado el problema de su propio arte cuando los aformalistas 
			reivindicaron la necesidad de un arte “contra el imperativo de 
			la 
			forma”. La tercera alude a su circunstancia personal: Weissmann es, 
			o ha sido, un escultor dedicado a la mensurabilidad del espacio 
			plástico. No es posible definir a un artista si no es proyectándolo 
			contra su tiempo y su circunstancia. No es posible dibujar la figura 
			del artista Weissmann si no es enfrentándolo con su circunstancia 
			brasileña y con las rutas de sus años.
			Weissmann es brasileño. Ser brasileño es percibir la cercanía 
			inminente de la jungla y sentir como enemigo su gigantismo amorfo y 
			desmesurado. La medida es la afirmación de su existencia humana 
			frente a la fluencia vegetal. La ciudad, la civilidad, no es, pues, 
			para el brasileño una progresiva sedimentación confortable de 
			generaciones; es un acto de agresión y beligerancia. Su 
			cristalización es la arquitectura. La arquitectura, entendida como 
			algo más que como pura metodología del construir es la razón de vida 
			del país. Y si bien la naturaleza próxima incita a la entrega en su 
			fluencia, la vida civil es una permanente militancia contra la 
			afluencia natural. Su arquitectura está contra su folklore. Hay, 
			pues, un sentido arquitectónico, previo a la arquitectura como 
			metodología, que inunda la vida civil del Brasil y que niega hasta su 
			arte. Que niega hasta Weissmann. No importa discernir ahora hasta qué 
			punto los que fueron artistas constructores del Brasil –los 
			compañeros de Weissmann en el movimiento llamado “concreto”– han 
			ingresado también en la secta de la diástole destructiva. Su posible 
			negación actual es precisamente eso, un acto de negación que supone 
			un previo acto afirmativo. No nacieron como artistas afirmando la 
			informa, sino negando la forma, lo que implica la condicionante 
			previa de la forma. Importa decir que ese movimiento constructor era 
			algo más que una consigna de la vanguardia para los artistas del 
			Brasil; era una condición de genuinidad. Y que allí estaba 
			Weissmann.
			Weissmann ha aceptado el mandato de tiempo aformalista, de su tiempo. 
			Antes de dictaminar sobre su posible morbo, hay que reconocer al 
			aformalismo como un hecho histórico, deducido, claro está, de una 
			realidad histórica. El hecho histórico es la crisis de un concepto 
			de la jerarquía formal, de un sentido del arquetipo; la abolición 
			definitiva de una ingerencia euclídea en toda cristalización formal, 
			la destrucción del último reducto platónico. Con el aformalismo, se 
			ha dicho la última palabra de un proceso, comenzado hace bastante 
			más de medio siglo, contra la intervención de las “ideas” en 
			la 
			forma. La finalidad de ese proceso no es la supresión de la forma, 
			sino la rehabilitación de una forma no intervenida por el idealismo 
			platónico, tal la de la estatuaria negra, la de la arquitectura 
			índica, la de todas las creaciones marginales de nuestro mundo 
			occidental. Aquí, en nuestro mundo –un mundo de límites minúsculos–, 
			nos hemos producido siempre en torno a una naturaleza de la forma. 
			Allá, en los otros mundos, toda creación es una forma de la 
			naturaleza. Y como todo gesto histórico asume, por definición, 
			incluso a pesar de sí, a las actitudes históricas inmediatamente 
			precedentes, el aformalismo legitimó todos aquellos movimientos que, 
			desde “Dadá” y aun desde el expresionismo, tomaron a su cargo 
			la 
			tarea de la destrucción.
			Por supuesto, ese hecho histórico corresponde a una realidad 
			histórica: la relativización jerárquica del mundo occidental. En la 
			introducción de Cabral hay unas palabras reveladoras que dicen mucho 
			más de lo que yo pudiera añadir en ese orden. “ ... he aquí que 
			Weissmann –dice– pasó por la India y por trópicos más estentóreos 
			que el de su altiplano brasileño y en los cuales las cosas se 
			multiplican en millares de otras cosas más y se desparraman en 
			excesos materiales de sí mismas...” La India y la entrega en un 
			sentido de la desmesura, la incitación de un mundo extraño a su 
			habitual mundo mensurable... Ese es un hecho nuevo, un fenómeno 
			recién descubierto y del cual el aformalismo está diciendo la última 
			palabra de nuestra respuesta occidental.
			En fin, Weissmann es un artista de la construcción, de la 
			mensurabilidad del espacio plástico. Digo “es”, en presente, porque 
			su no-ser actual es sólo el negativo de su ser constructor y 
			brasileño –o constructor por brasileño–, pero este negativo es real. 
			Quiero decir que ha negado a la construcción porque es un 
			constructor. Ha descubierto, sencillamente, que hay una realidad no 
			susceptible de mensura, la realidad de la existencia en el sentido 
			“agonista” de la palabra. No quiero decir que sus materiales de 
			derribo, su acumulación calcárea, su materia moldeable de primer día 
			de la creación sean “existencia” en sí; es existencia en cuanto es 
			anti-construcción o descubrimiento de lo que no puede ser mensurable.
			Desde el punto de vista de su implicación brasileña, hay una 
			dimensión que importa constatar. En su actual momento, Weissmann 
			vota por el Brasil-naturaleza frente al Brasil-arquitectura; es 
			decir, por el Brasil, que es existencia sin mensura frente al que es 
			vida civil y objetivable. Actualmente, testimonia la forma de una 
			naturaleza, desdeñando la investigación de una naturaleza de la 
			forma. Esta actitud tiene, evidentemente, un compromiso anárquico en 
			la medida que rompe con toda la tradición euclídea y platónica en 
			que la vieja ciudad nuestra se asentaba, pero acusa un compromiso 
			secreto y presentido con un nuevo sentido de la mensura, no 
			interferido por el mundo de las “ideas”, en el que tal vez, el 
			Brasil, como país perteneciente sin la menor duda al Nuevo Mundo, 
			tenga que decir alguna palabra.
			Acaso lo que menos importa reseñar es la forma en si con que el 
			nuevo arte de Weissmann se realiza. Se observa, sin duda alguna, un 
			último pacto fielmente mantenido con la mensurabilidad, pues sus 
			in-formas tienen límites, y límites estrictos. Esas acumulaciones 
			calcáreas le son fieles, en última instancia a una diagramación 
			ortogonal limitativa; esas ampulosidades se pliegan sobre sí mismas 
			con el arcano sentido legislativo con que se plegaban túnicas y 
			peplos; esas chapas magulladas mantienen distancias entre cada 
			magullación. Pero no importa lo que persiste de una vida a la que se 
			pretende abandonar. Importa verdaderamente la significación de una 
			tentativa.
			¿Dónde están los límites de la escultura? Weissmann, a estas 
			alturas, ha prescindido de ésa instancia limitativa. No pretende la 
			escultura, sino la expresión. Lo que en él es asimilable a la 
			pintura mantiene un compromiso con el relieve escultórico; lo que se 
			declara relieve se desarrolla en campos pictóricos. Y acaso, en ese 
			gesto que deliberadamente ha elegido el camino de la destrucción se 
			observen aún algunas huellas de un esteticismo superviviente. Su 
			tendencia, sin embargo, rebasa siempre a su situación. Hoy, a 
			Weissmann hay que juzgarlo no ya como al escultor que proyectaba 
			para la vida, sino como al artista que exhibe un testimonio de su 
			propia vida y de la vida que lo acompaña: la del Brasil y la de su 
			tiempo.
 
REVISTA DE CULTURA BRASILEÑA, tomo l, Madrid, junio 
			1962, número 1 - Páginas 30-34 
			(Reproduzido no número 43 – março de 1977 – , 
			comemorativo dos 15 anos da revista – Páginas 29-33)